En el Perú y en otros
países de América Latina se debate sobre el modelo «extractivista», entendido
como la característica principal de un estilo de crecimiento económico centrado
fundamentalmente en la explotación de los recursos naturales, sobre todo en la
extracción de recursos mineros y de hidrocarburos.
Hay varias críticas a
este modelo. En primer lugar, depende principalmente de la generación de
rentas, es decir, de una ganancia que se basa sobre todo no en la eficiencia ni
en la competitividad, sino en el simple hecho de que el Perú —y algunos otros
países— tiene recursos naturales que otros países no poseen o por lo menos no
en la abundancia requerida, razón por la cual los que sí cuentan con esos
recursos pueden cobrar un plus, una renta. El Perú tiene muchos y diversos
recursos naturales; por ello, la renta que obtiene es cuantiosa.
Una segunda crítica
al modelo extractivista es que genera escaso valor agregado. El valor agregado
lo da la transformación de las materias primas en bienes con gran contenido de
conocimiento. El Perú exporta, sobre todo, materias primas poco procesadas, e
importa esas mismas materias pero ya transformadas intensamente, como
computadoras, complejos bienes de capital, etc.
Un tercer rasgo del
extractivismo es su referencia casi exclusiva a recursos naturales no
renovables, como los minerales, el gas y el petróleo, que una vez extraídos no
se pueden reponer.
La pesca y la agricultura, ¿son actividades extractivas? La pesca es extracción
de peces del mar, lagos y ríos; pero, a diferencia de los minerales y los
hidrocarburos, es un recurso renovable. Sin embargo, puede no serlo si la falta
o violación de la regulación de la pesca termina con la reducción y eventual
extinción de especies pesqueras.
¿Y la agricultura? Es
una actividad también renovable (aunque hay modos de hacer agricultura que destruyen,
a la larga, los recursos de los que depende); la pregunta es si nuestra
agricultura moderna puede ser una actividad de alto valor agregado. Puede serlo
si antes de la producción agrícola misma hubiese una intensa, abundante
investigación biológica, física, química, agronómica, etc., de alta calidad,
que diese lugar, por ejemplo, a variedades de plantas y semillas de alto
rendimiento y resistencia a los avatares climáticos, en escalas mucho mayores
que los modestos avances actuales; a técnicas de cultivo altamente productivas
y al mismo tiempo sostenibles; etc. Ello implicaría que las universidades —no
una o dos, sino la mayoría; sobre todo, las de provincias— tengan suficientes
recursos financieros; personal calificado del más alto nivel y en cantidad
suficiente; laboratorios modernos; vinculación intensa y sistemática con la
comunidad científica internacional; y, principalmente, una clara conciencia de
su misión como universidad. Implicaría también que estos conocimientos fuesen
extensamente difundidos. Todo esto es difícil de alcanzar sin una política
estatal de mediano y largo plazo.
Lo que más
caracteriza a nuestra agricultura moderna es que sea, en alto grado, una
«maquila» que importa semillas, insumos, bienes de capital, software, asesores;
es decir, que importa insumos ricos en conocimientos. ¿Y qué aporta? Sobre
todo, recursos naturales: tierra, agua, buen clima, y mano de obra barata;
también, un cierto talento empresarial y comercial.
Sería injusto decir
que las universidades peruanas y otras instituciones de investigación no
aportan (lo hacen, pero a una escala clamorosamente insuficiente), o que no
haya empresarios agrícolas progresistas y creativos. Pero mientras no haya un
salto cuantitativo y cualitativo, nuestra agricultura puede estar muy cercana
de ser calificada como una actividad extractivista.